Martes 31/05: Encuentro de Oración

La Misión Universal de los Apóstoles
Meditación: Mt. 28, 16-20.

A través de la meditación nos acercamos al texto haciendo uso de nuestro entendimiento (racionalidad), nuestra memoria y nuestra voluntad, pero sin olvidarnos de nuestro cuerpo, porque nuestras sensaciones y emociones también forman parte de la oración.

La oración ignaciana es un espacio para compartir con Dios, donde nos volvemos conscientes de su presencia y compañía y le ofrecemos y compartimos lo que somos; cómo estamos; nuestra historia. Por eso, la oración ignaciana es un encuentro muy personal y de profunda intimidad con Dios.

Momentos de la oración:

1. Preparación para la oración

El primer paso de la meditación es buscar un lugar y una posición en el que me sienta cómodo, para poder concentrarme durante la oración sin distraerme.

Habiendo encontrado un espacio y una posición cómoda, me aboco a contactarme conmigo mismo. Busco serenar mi mente, mis pensamientos, tomar consciencia de dónde estoy, situarme en el ahora, trato de sentir mi cuerpo, mi respiración, y de respirar profunda y suavemente.

Una vez que me situé en el ahora, me pongo en presencia de Dios con algún signo que marque el inicio de mi oración. Puede ser una señal de la cruz, un gloria, u alguna oración que sepa que me llega más y que me ayuda a entrar en la presencia de Dios.

2. Petición

Ya conscientes de que estamos en oración, realizamos una petición: Esta petición es personal, es algo que yo le quiero pedir a Dios. Ayuda a la oración que la petición esté relacionada con el texto que vamos a meditar. Si durante la oración me distraigo con pensamientos o cosas pendientes, del trabajo, etc, cuando me doy cuenta “las dejo pasar” y vuelvo a retomar la oración repitiendo la petición. En este sentido, la petición me puede servir como un ancla para permanecer en la oración.

Para la meditación de hoy, una petición podría ser: Señor, ayudame a reconocerte y a dar testimonio de tus enseñanzas.

3. Escucho a Dios

Habiendo rezado la petición, realizo una lectura pausada y pensada de la palabra de Dios, hasta sentir que alguna oración o alguna palabra del texto “me resuene”, me despierte alguna emoción, o sea disparador de algún sentimiento. Ahí detengo la lectura, y me quedo dando vueltas en esa frase o palabra, trato de profundizar, de sentir, de gustar internamente, de ver cómo la frase o palabra se relaciona con mi estado de ánimo, con mi historia, con quién soy. Trato de sentir con el corazón, con mi parte afectiva, qué me dice a mí la palabra de Dios, y de gustarlo.

El texto que vamos a meditar hoy es el correspondiente al domingo próximo: Mt.28,16-20.

“Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”.

3.1 Para profundizar en la oración:

Los discípulos respondieron al llamado de Jesús. Querían encontrarse con él, lo estaban buscando y, siguiendo las indicaciones de Jesús, por fin lo encontraron! Sin embargo, algunos todavía dudaron… Se preguntaban: ¿Será verdaderamente Jesús? ¿No será mi imaginación, mis ganas de que sea? ¿No será mi inconsciente? ¿No me estaré confundiendo? Y a pesar de las dudas, de la falta de Fe, a pesar de no ser reconocido, Jesús no se va, sino que permanece. Se queda junto con quienes creen y con quienes dudan o no creen.

Jesús no solamente permaneció, sino que se acercó. Es él quien se acerca, y les dice: vayan y hagan que TODOS los pueblos (es decir, no solamente los judíos buenos del pueblo elegido, sino todos los hombres y mujeres, buenos y malos, los que creen y los que dudan, los que me caen bien y quienes no) sean mis discípulos. Vayan y enséñenles lo que yo les enseñé, y bautícenlos.

El bautismo es una nueva oportunidad. Es una oportunidad para aceptar el acercamiento de Dios, a pesar del pecado. El Génesis cuenta que, después de pecar, Adán se escondió de Dios (Gn. 3, 8). Estaba desnudo y se cubrió, ya no se animó a mostrarse como era porque pensaba que ya no era digno, ya no merecía el amor de Dios, y se alejó.

Pero el amor de Dios es mucho mayor que el pecado del hombre. Y Dios se acerca otra vez, se acerca tanto que se hace hombre, para estar lo más cerca posible de nosotros, y nos dice: No dejes que tu pecado te aleje de Mí. Mi amor es mucho mayor que tu pecado. Ya sé de tus imperfecciones. No te escondas. El bautismo es eso, borra el pecado original, lo vuelve nada.

Y este amor incondicional y gratuito de Dios es una de las enseñanzas que estamos invitados a transmitir a “todos los pueblos”. Jesús enseñó este aspecto de Dios con la parábola del Padre Misericordioso (Hijo Pródigo; Lc. 15, 11-32). En ésta parábola Jesús nos dice: Olvidate de tu pecado y volvé a casa, porque el amor del Padre es muy superior a tu pecado. Pero muchos todavía dudamos, y pensamos: ¿cómo me voy a acercar si no merezco ser llamado hijo suyo? Y Él sigue esperando a que algún día por fin demos el paso y nos permitamos a nosotros mismos acercarnos a Él.

¿Pero por qué dudamos tanto? Porque nos cuesta mucho entender y creer verdaderamente en la gratuidad y la incondicionalidad del amor de Dios. Nuestra racionalidad es diferente a la racionalidad de Dios. Nosotros tendemos a pensar, sentir y actuar en términos de reciprocidad. Si alguien me trata bien, entonces yo lo trato bien, pero si me trata mal… Por eso, nuestro amor es condicional. Pero a pesar de nuestro pecado, y a pesar de que nos alejemos, Él sigue cerca, y va a permanecer cerca nuestro, hasta el fin de nuestra historia, y hasta el fin del mundo.

Una vez que hayamos experimentado e internalizado esto en nosotros mismos, a pesar de nuestras dudas, quizás nos resulte más fácil (o menos difícil) enseñarlo a otros con palabras, con obras, y con nuestra vida.

4. Coloquio

Habiendo profundizado en el texto con mi entendimiento y mi afectividad, me dispongo a hacer un cierre de la oración con un coloquio, un diálogo libre con Jesús, “como un amigo habla a otro amigo”.

5. Examen

Por último, queda el examen de la oración, donde busco discernir qué ocurrió durante mi oración, qué sentí, qué pensamientos aparecieron y cuándo, cómo me sentí cuando aparecieron y cómo me siento ahora, y qué siento que me invita a hacer esa oración (mociones o movimientos), pero sin hacer juicio de valores. Es bueno escribir durante el examen.