
Quizás es una de las dimensiones más profundas de la vida. Experimentar la vulnerabilidad. Herir a quien amas. Fallarle a quien se fia de ti. Saber que no hay marcha atrás, que los gestos, o las palabras, o las acciones, ya han desencadenado huracanes…
Y, sin embargo, descubrir la otra lógica. No la del rencor y la venganza. No la del agravio sin salida. No la del reproche definitivo. Sino la disposición para ayudar a sanar. La de mantener los puentes tendidos. La de amar o ser amado.
1. El mal que hiere
«David se puso furioso y dijo a Natán: “¡Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte! No quiso respetar lo del otro, pagará cuatro veces su valor….” Entonces Natán dijo a David: “¡Ese hombre eres tú!”» (2Sam12,5-7)

Pero créeme, si alguna vez hieres a quien te importa, por tu propio egoísmo, entonces entenderás lo que es el pecado, y lo que es la necesidad de perdón...
¿He fallado alguna vez a alguien querido? ¿Qué aprendí entonces?
2. El perdón que libera
«Y se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó» (Lc 15,20)

Si quien comparte tu historia lo hace más allá de la noche y el día. Si quien podría juzgarte con dureza te mira con misericordia, entonces entenderás un poco más a Dios… y su evangelio.
¿Alguien me ha enseñado lo que es verdaderamente el perdón? ¿Qué es para mí lo más difícil del perdón?
Reflexión extraída de http://pastoralsj.org/