Martes de taller: El estilo de vida

Queridos amigos y amigas: El martes pasado 14 de octubre tuvimos un hermoso encuentro de taller a cargo de la Lic. Laura Eder. Con un texto de Darío Mollá sj: “Cristianos en intemperie”. Encontrar a Dios en la vida, reflexionamos sobre nuestro estilo concreto de vivir diariamente y compartimos algunas pistas que nos pueden ayudar a disponernos para el encuentro con Dios en lo cotidiano.
Les compartimos el material.



EL ESTILO DE VIDA

1. “Ayudar” a formar el sujeto
La palabra “ayudar” sintetiza todo aquello que, quien afronta la vida desde la espiritualidad ignaciana, quiere hacer por los demás. Es una palabra clave. Y es también una palabra compleja a poco que se la analice: porque es, a un tiempo, una palabra llena de ambición y también de modestia. De ambición, porque no fija ningún límite, sino que más bien abre un amplio campo, un amplio abanico de posibilidades y actividades; modesta porque sitúa a la persona que quiere ayudar a los pies, al servicio de la otra persona, sin protagonismo ni mando alguno, como sencillo “ayudante”. Palabra ambiciosa en su objetivo, modesta en su actitud: es una intuición genial, pero ¡qué difícil es ese equilibrio en la vida!
Lo que sigue quiere situarse en este ámbito de la ayuda. No quiere ser otra cosa que un conjunto de sugerencias que “ayuden” a crecer como sujetos disponibles a la experiencia de Dios. Lo que viene a continuación no son, no quieren ser en modo alguno, nuevas obligaciones, nuevas cargas, nuevas condiciones... ni tampoco seguro o garantía de nada: simplemente son elementos de ayuda que se ofrecen y que deben ser utilizados por si ayudan y por quien piense que algo de esto le pueda ayudar. Con ese espíritu han de ser vividos para ser vividos sanamente, evangélicamente.
Al hablar de estas ayudas, hablaremos de dos cosas que, aunque se encuentran en algunos momentos, no son exactamente las mismas: hablaremos de estilos de vida y también de actividades concretas. Hay estilos de vida que nos ayudan a crecer como sujetos, simplemente por vivir de una determinada manera, y otros que nos lo impiden, también por vivir de otra concreta manera. Muchas veces he experimentado en mí y en otras personas que los bloqueos en los procesos “interiores”, “espirituales”, tienen que ver con cuestiones relacionadas con el estilo de vida y están pidiendo cambios en el modo de vivir. Hablamos de estilo de vida antes que de actividades, porque es el primero el que da contexto y sentido a las segundas, que no se validan por sí mismas, sino por ayudar a sostener o profundizar algo que va más allá de ellas mismas.

2. Austeridad
Es el elemento primero que a casi todos se nos ocurriría al diseñar un estilo de vida que ayude a crecer como sujetos, ya no sólo de la experiencia de Dios, sino de una vida humana en plenitud. Una austeridad que no es, sólo o principalmente, eliminar aquello de nuestra vida que es superfluo o excesivo (también eso, claro), sino que pretende, principalmente, el uso adecuado de todo aquello que nos es necesario, el control de la respuesta que damos a nuestras necesidades de todo tipo: no sólo las más físicas y primarias (el comer, el dormir...) sino también aquellas que nuestra vida nos plantea: el trabajo y sus herramientas, el descanso y sus exigencias, la vida de relación y sus compromisos... No se trata, pues, principalmente, de eliminar lo superfluo, sino de tener un criterio adecuado en el uso de lo necesario: el celular, el coche, la computadora, los viajes, la televisión, etc.
En el plano meramente humano el objetivo de esta austeridad es asegurar que, en palabras de San Ignacio, seamos “señores de sí”, señores de nosotros mismos, y que la “sensibilidad obedezca a la razón”, que no perdamos el control sobre ningún aspecto de nuestra vida, que nosotros poseamos las cosas y no que las cosas nos posean a nosotros. En un plano más trascendente, se trata de que nada se nos convierta en falso Dios, en ídolo que nos esclavice: si algo nos esclaviza, si algo nos está ocupando el corazón, nos está quitando posibilidades de abrirnos al Dios verdadero y a aquello que Él espera y busca en nosotros. Se trata también de asegurar nuestra libertad: en una época de tantas y tan variadas adicciones, de asegurar que somos nosotros mismos los que escogemos nuestra vida.
Con la austeridad tiene que ver la tradición, tan antigua en la vida eclesial, del ayuno, de la privación de lo necesario. “... El ayuno es el medio que utiliza el fiel para crear un espacio vacío en el que repose el Espíritu permitiéndonos distinguir lo esencial de lo superfluo. El ayuno de pensamientos, de ruido o de imágenes es tan importante como abstenerse de comer... Es la libertad del hombre, su deseo de unión con Dios y con toda la humanidad lo que anima su gesto guerrero. Corresponde a cada uno saber cuáles son los ámbitos en los que le conviene ejercer este ayuno: ascesis —o ayuno— de la palabra para aprender a escuchar; ascesis de los pensamientos para vivir en el presente; ascesis en la utilización de los Medios de Comunicación (diarios, revistas, tv, radio) para poder asimilar tanta información”. Un control sobre nuestras necesidades y las respuestas que damos a ellas es un elemento imprescindible para un sujeto cristiano maduro.

3. “Orden” en las actividades
Pero no sólo es importante en nuestra cultura el control de las necesidades, sino también el control de nuestras actividades es necesario en una vida tan “agitada”, tan llena de demandas y de ocupaciones, como la que muchas veces nos toca vivir. Es un elemento a atender con preferencia. Control de actividades. Hablo de la adecuada organización de aquellas que son necesarias, ineludibles; del discernimiento sobre aquellas que siendo complementarias, puedan o no ser útiles; de la limitación e incluso la supresión de otras, que pueden ser incluso atractivas, pero que ya no “caben” en la vida, salvo a costa de pagar un precio excesivamente costoso en calidad de vida humana y espiritual. Y no sólo hay que mirar a las actividades. Se trata también de asegurar un adecuado descanso: adecuado en duración y forma. No sólo aquel descanso que sirve simplemente para mantenernos en pie o seguir trabajando, sino aquel que es necesario para vivir el conjunto de la vida con una mínima calidad. La dinámica de la vida no puede ser “no parar” para caer rendidos y descansar entonces compulsivamente para volver a no parar. Cuando se vive así, incluso trabajando en las actividades más nobles y altruistas, se está en el camino directo que conduce al autocentramiento y, en consecuencia, a la insensibilidad para Dios y para los demás. Metidos en esa dinámica, sólo importará lo que yo hago y mi propia supervivencia, amenazada, antes que por otra cosa, por mi mismo y por mi ritmo de vida.
En el encabezamiento de este apartado he utilizado la palabra “orden”. Y la utilizo en el sentido ignaciano: el de alguien que tiene un proyecto de vida, un sentido y meta, y en coherencia con él, y en libertad ante las cosas, va colocando cada cosa en el lugar que le corresponde y utilizándola en mayor o menor medida. Pero hay un criterio claro y firme de decisión, un eje central de la vida, desde el que se “ordena”, se jerarquiza, se prioriza, se decide...
Un ritmo de vida “ordenado” es necesario para una vida abierta a la experiencia de Dios. En este momento de nuestra reflexión nos topamos, además, con otro tema decisivo en nuestra cultura como es el tema del uso de nuestro tiempo. El tiempo, que es un bien escaso y limitado, hay que saber utilizarlo y administrarlo de acuerdo con nuestras prioridades vitales, sin dejar ni que se nos escurra entre las manos ni que nos queme o nos someta a presión. Pocas cosas son tan clarificadoras sobre las prioridades vitales de una persona como el modo en el que administra su tiempo. La importancia que damos a las cosas se manifiesta notablemente en el tiempo que les damos. El tiempo que les damos en cantidad y en calidad. No todo el tiempo es igual: hay tiempo de oro y tiempo basura. ¿Qué tiempo dedicamos en nuestra vida a las dimensiones más “espirituales” de la misma, a las que tienen que ver con nuestra calidad humana y con la calidez de nuestras relaciones con Dios y con los demás? Y qué tiempo les dedicamos, no ya en cantidad, sino en calidad. A aquello que afirmo como importante no le puedo dedicar el tiempo basura. Dios, los demás, mi interioridad quizá no necesitan, ni es posible, dedicarles mucho tiempo, pero sí el mejor tiempo. La revisión de nuestro estilo de vida pasa por la revisión de nuestra utilización del tiempo. Y por ver si aquello que afirmamos como importante, como trascendente en nuestros planteamientos se hace de verdad presente en lo más concreto y cotidiano de nuestras vidas, para que no se quede en pura y vacía palabra.

4. “Espacios verdes” en nuestra vida
Los “espacios verdes” en una ciudad son aquellos que, desde una óptica mercantil, son espacios desaprovechados, porque no se les ha sacado rentabilidad económica inmediata, espacios que, para el negociante de corta visión, son un “desperdicio” evidente de terreno, pero que, desde una óptica de calidad de vida ciudadana son, sin embargo, los más valiosos. Espacios de convivencia, de oxigenación, de juego, de disfrute de los sentidos, de gratuidad... Lo curioso es que, además, a la larga, esos espacios son los que dan valor (también mercantil) a la zona en la que se ubican...
Necesitamos que nuestro estilo de vida esté dotado de “espacios verdes”. Espacios de gratuidad: donde no se haga nada directa y concretamente útil en el sentido más inmediato de la palabra, espacios a los que no se les saque un mal llamado “provecho” inmediato, pero que son los que, a la larga, dan calidad a nuestra vida. Espacios donde se ejercita lo gratuito y donde se recupera oxígeno... La convivencia, el gozo y el cultivo de la amistad, el ejercicio del deporte, el disfrute de la naturaleza o del arte en cualquiera de sus formas, el puro silencio... ¡Tantos son posibles! Estos espacios verdes en la vida tienen el efecto y el valor de liberar, o al menos de aminorar, la presión que la vida nos pone encima: nos descomprimen y, al liberarnos de presión, o de parte de ella, nos disponen para la relación. Presionados, tensionados, difícilmente somos nosotros mismos en la relación y difícilmente la profundizamos: nos puede la prisa, la preocupación por lo que ha pasado, la angustia por lo que va a venir, ya sea real o imaginario... No acabamos de estar con el otro aunque físicamente lo estemos; y seguimos estando, en el fondo, con nosotros mismos. La relación sana con Dios y con los demás exige una cierta serenidad de partida. ¿No podemos interpretar en esta línea esa exigencia tan hermosa de la Escritura de “descalzarse” antes de entrar en contacto con Dios? Descalzarse es relajarse, situarse en intimidad, renunciar de momento a “dar más patadas” (en los variados sentidos que esa expresión tiene). Con tensión, incluso nuestro acercamiento a Dios es compulsivo, con lo cual lo estropeamos: ¡qué difícil es entonces aquello que decíamos, páginas atrás, de situarnos ante Dios sin exigencias, sin condiciones, sin imposiciones...! Nuestra oración, si no nos descalzamos de nuestra tensión, más que en un tiempo de relación y diálogo, se convierte en un tiempo de cavilación o de monólogo con nosotros mismos sobre nuestras necesidades y nuestras angustias. Hay definiciones preciosas de la oración que tendríamos que recuperar. La oración como disfrutar de Dios, la oración como descansar en Dios... Todo esto es tan gratuito, sí, pero tan humano, tan hondo, tan transformador... tan sorprendentemente transformador. Disfrutar de Dios: de esa Presencia cálida, que acoge sin exigir, que nos escucha antes que hablemos y cuando no tenemos palabras para expresar lo que sentimos, que lava unos pies que se han ensuciado caminando por donde no debían. Sentir eso en lo hondo del corazón es lo que transforma. Descansar en Dios. Tanto como padecemos, tanto como deseamos, tanta impotencia cuanta experimentamos, tanto fracaso cuanto nos cuesta asumir... Disfrutar de Dios, descansar en Dios: sólo será posible si antes hemos “paseado” por los espacios verdes de nuestra vida... ¿Y cómo pasearemos si no los tenemos?


5. Aperturas al aire de afuera
Es verdad que Dios y su Espíritu pueden atravesar los muros, pero cuánto más fácil será que puedan entrar en nuestra vida si en ella hay espacios por donde pueda entrar lo que hay fuera de nosotros mismos, aquello que es distinto y por donde nos venga el Distinto, el Otro. Encastillamientos físicos, mentales, personales no favorecen la entrada de Dios. ¿Por qué nos encastillamos? ¿Por qué protegemos con vallas de todo tipo nuestras vidas? ¿Por qué tanta videocámara, guardia de seguridad, códigos secretos para entrar o para salir? Por miedo a que nos puedan agredir, a que nos hagan daño. ¿Qué sentido tiene tener miedo a Dios, a no ser que nuestro Dios ya no sea el de Jesús?... Por comodidad, para que no nos molesten, para que nos dejen en paz con nuestra vida y con las comodidades de nuestra vida: dejados a esa tendencia, falta el aire, nuestra vida se va haciendo raquítica, despreciable, carente de frescura y de verdor, insípida... Para que los que vienen de fuera no nos quiten lo que tenemos, lo que es nuestro, lo que nos ha costado años y años, quizá siglos, conseguir: trabajo, seguridad, modos de hacer y de vivir, salud...: como si algo de lo que tenemos , y especialmente aquello más valioso que tenemos, no lo hubiéramos recibido de otros, como si aquellos que vienen de fuera no tuvieran nada que aportarnos, nada con que enriquecernos... precisamente en aquellos ámbitos en los que más carecemos. ¿Y tiene esto algo que ver con la experiencia de Dios? Creo que sí. Está bien comprobado y sobradamente demostrado que los encastillamientos exteriores provocan aislamientos interiores, rigideces, ensimismamientos bastante patéticos, porque acabamos creyendo que la realidad es nuestra realidad: “¡Yo tengo las ideas claras, no me molesten con hechos!”. Por eso es necesario que dejemos en nuestro ritmo de vida espacios para que otras personas, otras realidades, otros modos de entender el mundo y la vida se hagan presentes. Ellos van a ser muchas veces el instrumento con el que Dios va a tocar y quebrar nuestra seguridad, disponiéndonos, de modo a veces muy radical, a recibirle.

LAS “ACTIVIDADES”

Hay algunas “prácticas” o actividades que pueden ayudar al sujeto a disponerse para la experiencia de Dios. Ejercicios concretos que pueden contribuir a una mayor agilidad personal y espiritual, que pueden ayudar a consolidar y conformar estilos de vida idóneos. Es el fin que se pretende, el objetivo a alcanzar, el estilo de vida a potenciar el que les da sentido y el que determina la elección por cada persona de unas u otras. Tampoco en este caso se trata de que todos lo hagamos todo, sino de que cada uno de nosotros escoja aquellas que le puedan ayudar y movilizar en cada uno de los momentos y circunstancias de su vida. Según el planteamiento ignaciano, habría cuatro grupos de actividades a cuidar y potenciar:

a) Aquellas que tienen que ver con el cuidado de la vida “interior”
Son las habituales de una vida cristiana medianamente seria y comprometida: la oración, en sus diversas formas, la participación en los sacramentos, la vida litúrgica... Dentro de este apartado hay una que Ignacio recomienda de modo particular: el “examen”: un examen hecho con frecuencia y periodicidad. El examen ignaciano no es tanto un ejercicio “moral” en el que la pregunta clave es por mí y por lo que yo he hecho bien o mal, cuanto un ejercicio “contemplativo”, de atención, en el que el protagonista es Dios y la pregunta es por el paso de Dios, por el toque de Dios en la vida concreta que voy viviendo, con sus circunstancias, personas, acontecimientos... En ese contexto también me pregunto, obviamente, por mi relación con Dios.

b) Aquellas que ayudan a “adelgazar” mi ego
Nos hace falta también una gimnasia de mantenimiento espiritual que consiste, básicamente en “adelgazar” el ego, en impedir que nuestro ego no engorde demasiado y nos quite toda agilidad espiritual. Un ego engordado es absolutamente insaciable: nunca tiene bastante y aprovecha cualquier circunstancia y ocasión para afirmarse. En esa línea van las “pruebas” que Ignacio propone en su modelo de formación (servir en hospitales, peregrinar pidiendo limosna, hacer oficios humildes en casa...). No son pruebas para dar sensibilidad social (aunque la den), sino pruebas para ejercitar la humildad, la disponibilidad, el dejarse ayudar, la confianza, la aceptación de carencias, el depender de otros... Su traducción actual: no tanto ni sólo actividades de servicio “social”, sino aquellas que me hagan experimentar mis límites, mi debilidad, mi impotencia, mi necesidad de los demás...

c) Aquellas que me llevan a explicitar y compartir la fe
Con un matiz importante en Ignacio: no sólo con quienes me encuentro a gusto, o me siento al mismo nivel, o con auditorios fáciles en la alabanza y el aplauso, porque están previamente convencidos; sino más bien en contextos donde explicitar la fe no es fácil, ni cómodo, ni lleva a triunfar... Donde se supedita la propia brillantez o éxito a las necesidades de otros.

d) El acompañamiento
Como forma de apoyo básica para ayudarme al discernimiento que toda vida cristiana pide y a la transparencia que es camino seguro en la búsqueda y el encuentro con Dios.

Darío Mollá sj: “Cristianos en intemperie”. Encontrar a Dios en la vida.

Martes de oración: Somos Hijos de Dios y por Cristo estamos llamados a ser Santos

Queridos amig@s:
Somos hijos e hijas de Dios y por Cristo estamos llamados a la santidad. Esto nos recuerda San Pablo en una de sus cartas.
El martes pasado 7 de octubre, en nuestro encuentro de oración tratamos de hacer consciente y sacar a la luz esta promesa que Dios selló en nuestros corazones.
A continuación les compartimos lo que claudio Acevedo nos invitó a rezar.

Lc. 1,26-38
En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: “no temas María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, el será grande y será llamado hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será santo y será llamado Hijo de Dios. También tu prima Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que consideraban estéril, ya está en su sexto mes de embarazo, porque no hay nada imposible para Dios”. María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Y el Ángel se alejó.
Palabra del Señor


Para la reflexión.

En este camino que recorremos hacia la búsqueda de nuestro manantial, nos vamos dando cuenta que existen muchas cosas dentro de nosotros de las que no somos conscientes. Simplemente están ahí, a la espera de ser descubiertas. Y nos pasamos la vida buscando respuestas a algo que no sabemos bien qué es. Actualmente vivimos en un mundo plagado de información, una sociedad que va a mil por horas y que a su vez no nos deja tiempo para mirar nuestro interior.
Necesitamos de esa pausa diaria, esa conexión con el deseo de nuestro corazón.
En el texto del Evangelio el Ángel le dice a María que el niño será santo y será llamado hijo de Dios. Todos nosotros, ¿somos conscientes de que también somos HIJOS DE DIOS? ¿Y que POR CRISTO ESTAMOS LLAMADOS A LA SANTIDAD?
La invitación es a mirar nuestro manantial, aquello inagotable e inalterable que nos saca en los momentos más difíciles. Si lo descubrimos encontraremos además estas dos realidades que en lo ordinario de nuestras vidas pasan desapercibidas: la conciencia y el agua viva. La conciencia que te señala lo que te hace bien, lo que te ayuda a ser veraz y te empuja a la integración. Por otra parte, en ese manantial, encuentras también un agua viva, que es la presencia actuante y transformante de Dios mismo en el fondo más íntimo de ti.
El agua no sirve para sí misma, (estancada se pudre) es para otras realidades, para dar vida a los demás. Y en esto también Ignacio nos invita a ser personas para los demás.


Pasos para la oración

1. Ponerme en la presencia de Dios...
2. Petición: Que pueda descubrir mi propio manantial y beber de esa agua viva para vivir como verdadero Hijo de Dios.
3. Oración: lectura del evangelio, composición de lugar, revivo la experiencia...
4. Dialogo con Jesús...
5. Examen de la oración...me pregunto ¿cómo me fue en éste rato de oración con Jesús? Me puede ayudar pensar cómo empezé la oración, cómo me sentí durante y como terminé.

A. M. D. G.