Preparando el corazón para la pascua (3º dia)

Ejercicios espirituales abiertos en el Salvador.

Rezar en los momentos de crisis
Se olvida su madre de su criatura,
no se compadece del hijo de sus entrañas?
Pero aunque ella lo olvide,
yo nunca, yo no te olvidaré. (Is. 49,15)
Todos experimentamos momentos de caos y cri­sis. La pérdida, la muerte, la enfermedad, la de­silusión, el dolor, la soledad, el odio, los celos, la obsesión, el miedo: todos invaden nuestras vidas y con frecuencia nos hallamos agobiados por la oscuridad en la que nos sumen.
¿Qué podemos hacer frente a ellos? ¿Cómo podemos salir del caos oscuro en el que nos hunden?
La respuesta más sencilla, por supuesto, es la oración. Pero dicha respuesta se da en forma demasiado simplista. Todos hemos escuchado frases, tan ciertas en sí mismas, como: "¡Pide a Dios por eso! ¡Acude a la Iglesia! ¡Encomiéndate a Dios, Dios te ayudará!"
Sólo puedo hablar por mí mismo, aunque sospecho que mi experiencia se repite en otros casos, y he hallado con frecuencia que, cuando intento rezar en un momento de profundo dolor no encuentro consuelo y, en ocasiones, acabo más deprimido más inmerso en el caos y más obsesivamente preocupado por mi mismo que antes de rezar.
Con frecuencia acabo opacando la oración por mi pro­pio narcisismo.
Por lo general, cuando intentamos rezar en medio del dolor la oración no suele erradicar nuestro dolor y narcisismo, sino que acaba haciendo que éstos se arraiguen aún más en la autocompasión, la preocupación por nosotros mismos y la os­curidad.
Acabamos alejando aún más al Espíritu de Dios y entregándonos en cambio, al pánico, el temor, el caos, la obsesión, el resentimiento y la falta de perdón, en una palabra, a una pos­tura egocéntrica, y no de oración.
¿ Por qué? ¿ Dios no desea ayudarnos? ¿ Es simplemente una cuestión de paciencia? Dios acabará ayudándonos, ¿pero no aún?
Dios siempre desea ayudarnos y, sí, debemos ser pa­cientes, pues curar lleva su tiempo. Pero hay más cosas involu­cradas en dicho proceso. Cuando rezamos y nuestras plegarias no nos son de ayuda, lo que ocurre es que estamos rezando en forma errónea. He aprendido esto dolorosamente luego de años de cometer los mismos errores.
La oración es un centrarse en Dios, no en nosotros mismos. El problema es que cuando estamos heridos u obse­sionados, sólo podemos pensar en una cosa: en el objeto de nuestro dolor o en nuestra pérdida. Dicha concentración nos deprime, nos hace centrar tanto en una cosa que perdemos to­da libertad emocional para reflexionar o disfrutar otras cosas. La depresión es una sobreconcentración.
Por esta razón, cada vez que quedamos atrapados en la depresión, es importante que nuestra plegaria se centre comple­tamente en Dios y no en nosotros mismos.
En nuestra oración, tenderemos naturalmente a enfo­carnos y reflexionar sobre nuestro problema y acabaremos así hundiéndonos más en nuestro propio sufrimiento.
En lugar de liberarnos del sentido de pérdida y obse­sión, profundizaremos aún más la herida, haremos más fuerte el dolor y la depresión aún más paralizante.
En medio de una crisis, debemos forzarnos por centrar nuestra oración en Dios, en Jesús o en algún aspecto de su misterio sagrado, y resistir esa urgencia por enfocar dicho encuentro en nuestra experiencia dolorosa.
Permítanme ilustrar esto con un ejemplo: imaginemos que hemos perdido a un ser muy querido. Heridos, incapaces de pensar en cualquier otra cosa, recurrimos a la oración. De inmediato la tentación nos hará concentrarnos en nuestro propio corazón, en nuestra obsesión. Intentaremos hablar de lo que nos ha sucedido, por más sinceramente que lo hagamos. Pero el resultado será desastroso. Nos hallaremos más centrados en aquello de lo que deseábamos liberarnos, Nuestra depresión se intensificará, Por el contrario, si nos esforzamos, lo cual será extre­madamente difícil, en concentrarnos en Dios -por ejemplo, en cómo se revela a sí mismo en algún misterio de la vida de Cristo, traspasaremos nuestra depresión. Experimentaremos a Dios, lenta pero sutilmente, expandiendo el alcance de nuestro corazón y de nuestra mente. Con ello sobrevendrá un relajamiento y una liberación emocional.
Cuando un niño que se ha lastimado es tomado en brazos de su madre, adquiere tanta fuerza de la presencia misma de su madre que su propia herida se vuelve insignificante. Lo que ocurre con nosotros cuando nuestra gran Madre Dios nos toma en brazos. Nuestra crisis pronto se aplaca y adquiere una perspectiva de paz, no porque desaparece, sino porque la presencia de Dios la eclipsa.
Pero esto significa que debemos confiarnos en los brazos de Dios. Al igual que el niño herido, debemos centrarnos en la madre, no en nosotros mismos. Concretamente esto significa que en nuestra oración frente a una crisis, debemos negarnos a pensar en nosotros mismos, debemos negarnos a asociar el misterio sobre el que meditamos con nosotros mismos y nuestra herida. Al igual que un niño, debemos simplemente contentarnos con sentarnos sobre el regazo y ser abrazados por nuestra madre.
Será difícil, muy difícil, lograr esto. Al principio, todas nuestras emociones reclamarán que volvamos a enfocarnos en nuestro dolor. Pero allí está la clave, ¡no debemos hacerlo!
No nos sumamos más profundamente en el dolor bajo la forma de la oración. Centrémonos en Dios. Entonces, como un niño que solloza en el regazo de su madre, en silencio, podremos nutrimos de aquello que nos alimenta y trae paz.
En el seno de Dios, bebemos el Espíritu Santo, la miel de la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la benignidad, la tolerancia, la fe, la castidad, la esperanza y la fidelidad. En dicho sustento radica la paz.
Salmo 130

Mi corazón no es ambicioso, Señor, ni mis ojos altaneros.
No pretendo grandezas que superan mi capacidad.
No, yo aplaco y modero mis deseos,
Como un niño tranquilo en brazos de su madre,
Así esta mi alma dentro de mí.
Espere Israel en el Señor, desde ahora y para siempre.

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