APRENDER A AMAR

CARD. CARLO M. MARTINI - GEORG SPORSCHILL. Del libro "Coloquios Nocturnos en Jerusalén". Sobre el riesgo de la fe. Ed. San Pablo 2008 pag. 139 ss

¿Cuál es su visión personal acerca de estas cuestiones de la sexualidad? ¿Puede ayudar usted como teólogo ofreciendo una orientación?

Para mí reviste una importancia fundamental el hecho de que la entrega es la clave del amor. El hombre está llamado a ir más allá de sí mismo. Eso significa existir para otros y estar en dependencia de ellos. Pero la entrega tiene que ver también con la trascendencia. En ella podemos ascender de un nivel dado a otro más elevado. El amor matrimonial lleva ínsita una diná­mica que parte de lo animal y de la reproducción de la especie, pero esa dinámica tiene una meta. La trascendencia pasa por la amistad y la relación de pareja, por la protección del débil, por la educación, hasta llegar el reino de Dios. En la entrega, los hombres se abren a Dios. Hacia esa meta tendemos nosotros en el encuentro corporal. Mirar hacia esa meta es más importante que preguntar si se trata de algo permitido o de un pecado. La sexualidad tiene una dinámica que no te deja satisfecho con lo que has alcanzado. Te destruyes y destruyes la relación si te quedas donde estás.
Pablo se refiere a la trascendencia en el encuentro, al crecimiento del amor corporal y espiritual cuando dice: el cuerpo no está para la fornicación, sino para Jesucristo.

Viendo cómo viven los jóvenes hoy en día la sexualidad, ¿cómo puede la Iglesia entrar en diálogo con ellos sobre ese punto? ¿Qué debería acentuar? ¿A qué debería hacer referencia?

En comparación con la época de mi juventud, el mundo de hoy es totalmente distinto: por lo menos, es más sincero y abierto. Antes no se quería casi ni hablar del tema de la sexualidad: se lo reservaba para el confesionario y para el ámbito de la culpa. Primariamente no es ese el ámbito al que pertenece; sólo secundariamente corresponde tratarlo allí cuando realmente se trata de culpabilidad y de problemas. Hoy me encuentro con una gran naturalidad y libertad de prejuicios. En esta convivencia de padres, hijos e hijas, de adultos y niños, veo una gran oportunidad para una sexualidad sana y humana.
La misma comienza en la responsabilidad conscien­te por el niño. ¿Puedo responder del hecho de traer un niño al mundo o no traerlo? Sobre eso reflexionan los jóvenes y hablan con personas de su confianza. Ningún obispo ni sacerdote ignora hoy que se da la cercanía corporal de los hombres antes del matrimo­nio. Aquí tenemos que cambiar de mentalidad si es que queremos proteger la familia y promover la fide­lidad matrimonial. Con ilusiones o prohibiciones no se puede ganar nada. Entre mis amigos y conocidos he podido ver cómo los jóvenes salen de vacaciones y duermen juntos en una misma habitación. A nadie se le ocurría ocultarlo o plantear problemas al respecto. ¿Debería yo decir algo? Es difícil. No puedo entenderlo todo, aun cuando percibo que, tal vez, en este punto está surgiendo un nuevo respeto mutuo, un aprender unos de otros y una convivencia más intensa de las generaciones. Esto hace felices a los jóvenes y a los mayores y no desatiende ni a unos ni a otros en sus preguntas sobre el amor y la soledad. Yo quiero acompañar este desarrollo con benevolencia, formulando preguntas y con oración. Creo que no es tiempo de intentar dar en este punto respuestas de validez general. Siempre traigo a colación un principio pastoral o psicológico fundamental: las respuestas sólo caen en terreno fértil si antes se ha puesto sobre la mesa una pregunta, si antes he obser­vado o he escuchado. Especialmente en estas cuestio­nes tan profundamente humanas como la sexualidad y la corporalidad no se trata de recetas, sino de caminos que comienzan en el hombre y que conducen hacia delante. Un célebre médico dijo una vez que mucha gente en este campo sufre de una «ignorancia inocente». No podemos exigir de los niños y jóvenes todo lo que sería ideal. Poco a poco encontrarán su camino. Los caminos no pueden dictarse desde arriba, desde escritorios o púlpitos. La conducción de la Iglesia se sentirá liberada de una carga si presta oídos a la juventud y confía en el diálogo con ella. Lo decisivo es que promovamos a los cristianos en su capacidad individual de juicio.
Pero, en última instancia, la Iglesia puede y debe invocar la Biblia. En afirmaciones sobre la sexualidad, la Biblia se limita de forma llamativa. Frente al adulterio marca una línea clara. Está absolutamente prohibido irrumpir en el matrimonio ajeno. La Biblia es también muy clara cuando se trata de violencia contra las mujeres. Está prohibida. Jesús coloca en el centro a los niños y a todos los que necesitan pro­tección. En el trato con ellos se muestra qué niveles de humanidad tiene una sociedad. Pero, más allá de estas líneas claras que la Biblia traza, se nos remite a la propia responsabilidad y al discernimiento de los espíritus.
No debemos perder de vista que, a pesar de todo, en la Iglesia se ha dado un desarrollo positivo en la comprensión de la sexualidad. Antes se la veía de modo muy restringido, orientada exclusivamente a la procreación. Los moralistas hablaban del finis pvimarius, del fin primario de la sexualidad. También el concilio Vaticano II creó un horizonte mucho más vasto y atribuyó conscientemente la misma importancia a la vida de pareja y al amor mutuo de los conyugues.

¿Qué debe aprender la Iglesia de todo esto?

La Iglesia debe trabajar en el desarrollo de una nueva cultura de la sexualidad y de la relación. Tiene que hacerlo también como una aportación a un profundo problema: en los países occidentales, uno de cada dos o tres matrimonios termina divorciado. No debería­mos culpabilizar a determinadas personas. En cam­bio, sí podemos y deberíamos desarrollar una nueva cultura que promueva la ternura y la fidelidad. Sólo en un mundo semejante podrán los niños ser niños y crecer felices.
Esa cultura implica también la crítica a la comer­cialización de la sexualidad, que halla acceso a los cuartos de estar de todas las casas por medios que van desde la propaganda hasta la pornografía. De ese modo se amenaza el misterio del amor, y las relaciones pierden su tensión. Antes hablábamos del respeto en el trato con los demás y con el propio cuerpo. En la formación en el noviciado se nos hablaba mucho del respeto como virtud general, que incluía el trato recíproco, la discreción y la reserva. Aun cuando esta palabra resulte pasada de moda, hoy adquiere una nueva crítica actualidad. El respeto toca también la sexualidad y tiene que ver de forma inmediata con la dignidad del ser humano. Yo quisiera agregar de todos modos esta provocación a la reflexión.

El deseo de que el magisterio diga algo positivo sobre la sexualidad es justificado. En otros tiempos hubo tal vez demasiados pronunciamientos oficiales de la Iglesia en el ámbito del sexto mandamiento. A veces hubiese sido mejor guardar silencio.
El amor toca a los hombres de manera inmediata: ­no se los puede excluir de la búsqueda de una respuesta y de un camino. Pensemos en el episodio bíblico en el que los escribas arrastran a una mujer adúltera a la presencia de Jesús y le preguntan si hay que ape­drearla. Jesús no responde a la pregunta, sino que juz­ga a los mismos escribas porque han convertido a esa mujer en un objeto y no la han escuchado. Además, el varón implicado en el adulterio no estaba presente. En cualquier caso, la Iglesia debería tratar las cuestiones de la sexualidad y de la familia de tal modo que la responsabilidad de los que aman desempeñe un papel protagonista y decisivo. Con independencia de lo que la Iglesia pueda decir, lo que diga tendría que apoyarse en muchas espaldas: las de los cristianos adultos que quieren ser respetuosos en el amor.

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