Domingo de Ramos...

Bendito el que viene en Nombre del Señor...

Jesús entra en Jerusalén para dar cumplimiento al misterio de su muerte y resurrección. Todo el esfuerzo cuaresmal de conversión está focalizado este domingo en torno al momento crucial del misterio de Cristo y de la vida de todo cristiano: la cruz. Este es el centro de la liturgia de este día que encuadra la procesión de los ramos.
Los olivos no son un talismán contra la posibilidad de la desgracia; al contrario son el signo de un pueblo que aclama a su Rey y lo reconoce como el Señor que salva y libera. Pero su realeza se manifiesta de un modo desconcertante en la cruz. En este escándalo de humillación, de sufrimiento y de abandono se cumple el designio salvífico de Dios. La cruz como obediencia al Padre y solidaridad con todos los hombres. El sufrimiento del siervo del Señor lo lleva a la gloria.


El camino que Jesús emprende para salvar, se pone en contraposición con las más razonables esperas humanas porque no elige ni la fuerza, ni la riqueza, sino la debilidad y la pobreza.
La cruz se presenta con todo el peso de una fuerza que aplasta al justo por excelencia y que pareciera que da razón al poder de la injusticia, de la violencia, de la maldad. Ante el impacto de la cruz sobre el justo la fe vacila y surge inexorablemente la pregunta: “por qué”, “por qué tanto sufrimiento y dolor tiene que soportar Jesús, el crucificado y con Él todos los crucificados de la historia”.
Con la cruz desaparecen todas las falsas imágenes de Dios que el hombre ha creado y tantas veces sigue inconscientemente alimentando.
¿Por qué Dios no interviene en tantas situaciones intolerables e insoportables? ¿Dónde está su omnipotencia, su perfección, su justicia?

La gran paradoja sólo desde la fe es capaz entenderse. Sólo la fe nos hace capaces de leer la omnipotencia de Dios en la impotencia de una cruz. Es la impotencia poderosa impotencia del amor. El amor tiene razones que la razón no entiende.
El crucificado ha amado totalmente al Padre, hasta hacerse obediente hasta la muerte y muerte de cruz, aceptando libremente su proyecto por nosotros y nuestra salvación. Jesús no muere sencillamente porque lo matan; Él mismo, con una libertad y señorío soberanos se consagra por amor.
Este supremo amor que Él entrega perdiéndose a sí mismo, y haciéndose solidario con toda humillación, con todos los dolores, con todos los desprecios que padece el hombre, tiene la medida de su anonadamiento y pone de manifiesto el vuelco de la situación humana: la verdadera grandeza del hombre no está en el poder, en la riqueza, en el lugar social; sino en el amor que comparte, que se hace solidario, que se hace cercano al hermano, que se hace servicio. Dios vence, no quitando del camino el dolor y la muerte, sino asumiéndolo sobre sí.

El Dios Justo se rebela a nuestros esquemas de justicia que reclaman la venganza o la satisfacción equitativa sobre los que hacen el mal: su justicia se revela perdonando y quitando el peso del propio pecado. El vencido que libera al vencedor de su agresividad mortal, mostrando como el amor es más fuerte que el odio.
La cruz lleva a la resurrección que proclama el comienzo del mundo nuevo. Desde Jesús, la cruz viene cargada de novedad, es el inicio de un nuevo orden de cosas. El velo del templo se rompe. A pesar de que todo pareciera haber terminado y que la fuerza del mal prevalecieran sobre Jesús, los signos que acompañan la muerte dejan entrever la novedad: el antiguo templo con sus ordenamientos ha terminado, porque el nuevo templo es el Cuerpo de Cristo, que Dios reconstruirá con la resurrección; y el primero en entrar en este nuevo templo será un pagano, el centurión, con su profesión de fe. Con la entrega y muerte del Hijo de Dios nace una nueva humanidad.
El misterio de la muerte se transforma en misterio de vida y de triunfo. Así, y por eso tiene sentido las palmas que agitamos al inicio de la celebración. Nos alegramos y contemplamos la Pasión y la Cruz, como comunidad de discípulos que se suma al proyecto del Reino y adora la realeza de Cristo.
Un Rey que renuncia a los esquemas de poder humano, que muestra el camino humanamente ilógico por el que se llega a la gloria, que pone como medida de verificación el servicio sin límites a los hermanos. El camino del maestro será desde entonces el camino por el que deberá andar el discípulo, el amor del maestro, la medida para el amor del discípulo; para que la gloria del Maestro pueda ser la del discípulo.

Para discernir

¿Me cuesta descubrir la presencia de Dios en el dolor y el sufrimiento?
¿Alejo de mí todo lo que suene a dificultad o sacrificio?
¿Qué cosas buenas o necesarias he dejado de lado por miedo al sufrimiento?
¿He claudicado en la búsqueda de la verdad y del bien por miedo al dolor?

(Texto enviado por la Vicaría Pastoral del Arzobispado de Buenos Aires)



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