Viernes Santo...

…Por sus heridas fuimos sanados…

“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Mientras los corderos pascuales sangran en el templo, muere un hombre fuera de la ciudad, muere el Hijo de Dios, asesinado por los que creen honrar a Dios en el templo. ¿Por qué se pregunta el pueblo que había puesto en el su esperanza? ¿Por qué… pregunta que late siempre cuando roza el dolor?

¿Por qué las victimas inocentes de la violencia bestial de los hombres? ¿Por qué la muerte de aquella persona indispensable para su familia? ¿Por qué ese pequeño ataúd con ese inocente que no llegó a conocer la vida? ¿Por qué la injusticia, el dolor sin culpa, las calumnias, el egoísmo desencadenado, las guerras, el odio racial, las masacres, los chicos deformes? Le exigimos a Dios que responda, que se justifique y sin embargo parece que callara y jugara con su silencio y nuestra espera.

Y este viernes Santo venimos a la cruz, trascendiendo toda razón lógica, buscando en ella lo que ni las palabras, ni los argumentos pueden contener. No venimos a contemplar un sufrimiento más grande que nos resigne, ni a presenciar un espectáculo macabro que nos distraiga de nuestro dolor.
Venimos y contemplamos a aquel que “para esto ha venido al mundo”, venimos y contemplamos al el "Rey de reyes y Señor de los señores" que como Siervo de Yahvé se nos presenta humillado y despreciado, varón de dolores, que ni siquiera tiene aspecto humano. Solidario con el pecado de la humanidad, pesan sobre él todos nuestros crímenes y entrega su vida para que poseamos la vida.
El Viernes Santo, desde su oscuridad y dolor es el día de la gran respuesta. Dios no ha venido a eliminar el dolor humano o a presentarnos un piadoso discurso sobre el sufrimiento. No nos da explicaciones, ha hecho algo más grande y más importante. Algo inexplicablemente divino. Ha venido a compartir, a participar, a cargar sobre sí el dolor de los hombres. Por eso lo que brilla con mayor esplendor en la cruz no es el pecado del hombre ni la cólera de Dios, sino su amor que no conoce medida.

El camino iniciado en la encarnación, “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”, logra su plenitud cuando en la cruz se manifiesta que no solamente Dios está entre nosotros sino también en función de nosotros. Es la muerte del Buen Pastor que “da su vida por las ovejas... para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Es la libertad que se hace don de amor y no la consecuencia de la debilidad. “Doy mi vida para recobrarla de nuevo... yo la doy voluntariamente”.

Mirando la cruz comprendemos su vida y mirando su vida comprendemos la cruz. Asumió la muerte del mismo modo que asumió la vida toda: con alegrías y tristezas, conflictos y enfrentamientos. No buscó la cruz por la cruz. Predicó y vivió el amor y mostró lo que se necesita para que pueda haber amor.
Quien ama y sirve, no crea cruces para los demás, acepta y asume cruces: las propias y las ajenas. Anunció la buena nueva de la Vida y del Amor que transforma. Se entregó por ella y el mundo lo levantó en el madero de la cruz.

Sabía que se jugaba la vida y no temió perderla, prefirió ser consecuente antes que cobarde. Vivió apasionadamente y murió de la misma forma, en él todo fue pasión. Le perdió el respeto a la muerte y venció el temor que impide vivir con coraje el presente. Sólo se puede vivir con intensidad el momento presente cuando uno olvida los juicios, las historias, del pasado y deja de lado los prejuicios, las histerias y temores, del futuro. (El pasado es como el diario de ayer: se lee y luego se tira para que sea reciclado; no se pierde nada de el, pero no lo volvemos a leer, nos interesa en la medida en que es actualidad. Y el futuro es una novela por escribir, la iremos escribiendo poco a poco, página a página, es un quehacer, un porvenir que nos irá sorprendiendo en la medida en que lo vivamos. Lo que importa es el presente.) Cuando la nostalgia del pasado ocupa el puesto de la esperanza del futuro la crisis del presente está servida.

La cruz fue consecuencia de un anuncio nuevo y total. El no huyó, no contemporizó. Continuó amando, a pesar del odio. Fue crucificado por fidelidad a Dios y crucificado por los hombres y para los hombres por amor y fidelidad a los hombres.
Su dolor transfiguró el dolor y la condenación a muerte, haciéndolos un acto de libertad y de amor, un acceso posible a Dios y un nuevo vínculo con aquellos que lo rechazaban. “Padre no saben lo que hacen” Perdonó: la forma dolorosa del amor. “Te encomiendo mi espíritu”: total olvido de sí mismo en la entrega confiada a Aquel por quien se puede arriesgarlo todo. Perdón y confianza, las formas por las cuales no dejamos que el odio y la desesperación se queden con la última palabra.

Morir así confiado y entregado ya nos revela la resurrección, que es la plenitud de la Vida, presente dentro de la vida y de la muerte.
Morir así es vivir. Dentro de esta muerte de cruz hay una vida que no puede ser destruida. Ella está oculta dentro de la muerte. No viene después de la muerte. Está dentro de la vida de amor, de solidaridad y de coraje para soportar y de morir. La cruz es hora de pasión, pero también de glorificación. Pasión y resurrección, vida y muerte. Vivir y ser crucificado así por causa del amor, de la justicia y por causa de Dios, es vivir.

La muerte de Cristo no es sólo el morir de un hombre, es revelación del amor de Dios en el mundo; ésta es ofrenda de vida para el hombre, es un soplo del Espíritu.
¿Dónde está muerte tu victoria? Eso es la cruz: la señal del sufrimiento de los hombres que Dios recibe para cargar sobre sus espaldas. Dios se ha posesionado de todo dolor para abrirlo desde la resurrección a la esperanza. La última palabra siempre la tiene Dios y es palabra de triunfo.

Vivir así es vivir ya la resurrección, es vivir a partir de una Vida que la cruz no puede crucificar. Sólo podemos afirmar esto de cara a la cruz, mirando hacia el Crucificado que ahora es el Viviente.
Es la gran paradoja de este día: el que muere como un esclavo es reconocido por la fe como el hombre nuevo que hace nuevas todas las cosas, con un nombre sobre todo nombre. En la cruz se entierra el pasado termina el imperio del pecado y de las tinieblas y comienza la era de la luz y de la vida.

Es la gran paradoja de este día. La muerte no es el límite; sino el trampolín, el reto para la vida y la libertad.

Es la gran paradoja de este día: la vida sirve para desvivirse en ella. La recobramos en la medida en que la perdemos, perderla es ganarla. Quien interpreta así la vida crece en libertad y puede ser fiel en cada instante de su existencia; sabe que lo puede ganar todo y no teme perder nada, porque nada pierde el que todo lo dio.
Es la gran paradoja de este día: la vida no se vende al mejor postor, sino que es de aquel que apuesta por ella. Quien vende su vida pierde su historia. Tan solo hay dos formas de ser y estar en este mundo: viviendo la vida o dejando que otros te la dicten y vivan. O como autor y actor de tu propia existencia o como un pasivo representante de la misma.

Es la gran paradoja de este día: la debilidad es fortaleza y la fortaleza es vulnerabilidad que nos hace permeables a ser amados y amar, orgullosos de sentirnos necesitados. En la cruz el amor auténtico ya fue probado y no será mera posibilidad humana, sino don fecundo de Dios y la muerte no es más el fin de una existencia, sino el momento que la hace camino para la Resurrección.

Contemplemos hoy la Cruz de Jesús con silencio emocionado y reverente. Que el sufrimiento y la muerte del inocente Jesús y de tantos otros, no nuble el misterio de amor inconmensurable del Padre que en su hijo se entregó a la humanidad “nos amó y nos salvó” abriendo un nuevo capítulo de las historia que nos toca escribir a nosotros.

Para discernir

¿Qué personas y realidades concretas voy a colocar hoy a los pies de la Cruz?

¿Qué pecados quiero crucificar en la Cruz de Cristo?


¿Qué impulsos de amor, de perdón y de servicios, hacia personas concretas, siento hoy en comunión con el Crucificado?

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