Elementos para hacer el ejercicio de nuestra propia historia de salvación

Algunos elementos para hacer el ejercicio de nuestra propia historia de salvación
"Antes de formarte en el seno de tu madre ya te conocía;
antes de que tú nacieras yo te consagré" (Jer 1,5)

En el encuentro ignaciano del martes, intenté fundamentar –desde el pensamiento de B. Lonergan– la posibilidad de hacer este ejercicio que ahora les propongo. Consistiría en narrar el propio camino de madurez en el amor, de reconciliación, de liberación, de autotrascendencia. Esta será la luz que resalte las formas de la propia historia.

En primer lugar, es inevitable que al hablar de nuestra vida pensemos en nuestra vida conciente, en nuestros momentos de vigilia. Este plano, sin embargo es tan sólo la ventana de nuestro poder. Seleccionamos el material que pasa a nuestra conciencia para asegurar nuestra vida en las circunstancias que nos toca vivir. A veces, esta mirada puede ser demasiado estrecha, porque se guía principalmente por el corto plazo. Inversamente, censuramos deseos que no cuadran en esas circunstancias. De tal forma, mantenemos latentes o reprimidos muchas vivencias interiores o recuerdos que bien podrían constituir pasos importantes en nuestra historia de salvación. Tengamos presente que al ensayar este ejercicio estamos apuntando al máximo nivel de generalidad (y de concreción, porque la historia de salvación cubre todos y cada uno de nuestros actos) en la comprensión de nosotros mismos, ¿y cómo hacerlo si la historia está todavía en movimiento?, ¿cómo reconocer lúcidamente los vértices significativos del relato? Por ello, para que dichos recuerdos salgan a la luz es bueno comenzar el ejercicio haciendo silencio interior.

Puede sobrevenir la pregunta: ¿por dónde comenzar? ¿Por el momento más antiguo del que tengo conciencia? Obviamente, podemos aquí caer en los problemas que hemos descrito más arriba. Con todo, la cuestión no es que partamos de nuestros prejuicios actuales, sino que seamos concientes de que lo hacemos desde ellos. Por lo tanto, el punto de partida del ejercicio no es relevante. Cualquier circunstancia vital puede serlo, siempre que estemos verdaderamente dispuestos a obrar de manera auténtica, desinteresada e irrestricta frente a nosotros mismos. Tampoco debemos preocuparnos demasiado por la periodización de nuestra historia. En todo caso, ella puede surgir por sí misma al final del ejercicio y apunta principalmente a la comunicación del resultado. No es que se trate de un momento accesorio, sino que no podemos contar con información de antemano para realizarlo.

Se puede comenzar por experiencias sobresalientes de nuestra vida: una conversión, un nacimiento, la muerte de un ser querido… Las situaciones límite siempre son candidatas especiales para constituirse en hitos de nuestra vida, núcleos que verdaderamente han marcado un antes y un después, que desencadenaron una historia nueva. Puntos de inflexión en la linealidad del devenir.

Pero además de los hitos sobresalientes está el entramado de la coyuntura, la aparente intrascendencia de la cotidianeidad. En ellos parecería que Dios está simplemente acompañándonos en silencio, observándonos. Sin embargo, también en ellos está presente en nuestras vidas. “Hasta en dirección equivocada, lo mío es ir contigo, compañero”, dice una hermosa canción de E. Meana sobre el relato de los discípulos de Emaús. No siempre es fácil reconocer su presencia en esos momentos, en particular porque nuestro pecado nos impide hacerlo. Caídos, perdidos en nuestras responsabilidades perdemos la mirada desnuda, simple, esa que está capacitada para ver la gratuidad fundamental de la vida y la sobreabundancia de los dones de Dios.

En lo cotidiano desplegamos nuestra vida práctica. Nos movemos en las circunstancias con nuestras virtudes y nuestros vicios. En este sentido, una forma de acometer el ejercicio en este punto puede ser el detenerse en aquellos nudos que podemos reconocer nos impedían vivir y hemos superado con mayor o menor esfuerzo; o bien, en aquellas cargas que reconocemos, pero continúan sometiéndonos. Debemos tener presente que también tendremos algunas que ni siquiera reconocemos, pero nos mantienen en cautiverio. A veces somos tocados por la gracia, y quizá tengamos la suerte de haber vivido momentos en los que la salvación se hace presente en nosotros revelándonos a la vez nuestra mezquindad.

Pero no sólo nuestro pecado nos impide reconocer a Dios presente en nuestras vidas, sino que también lo hace el pecado de los demás, el pecado estructurado en las mediaciones culturales –del que somos solidarios– nos vuelve discapacitados para reconocer y vivir esa gratuidad (=gracia). No estará de más, entonces, incorporar en nuestra lectura el contexto –político, cultural, social, económico– en el cual hemos nacido y vivido, pues en buena medida él también condiciona nuestro ser.

Ahora, estos condicionamientos en ningún caso constituyen determinaciones o impedimentos para la gracia. Ella opera en un nivel superior. Puede hacerse presente en nuestra vida a pesar y en medio de tales condicionamientos, simplemente dotándonos de la fuerza para sobrellevarlos, superarlos o transformarlos.

Tenemos, entonces, un sujeto en movimiento, con condicionamientos internos y externos, que espera la salvación, que busca la liberación integral, interior y exterior, es decir, que venga el Reino a su propia vida y a la de todos.

Si queremos avanzar aún más con el ejercicio debemos dar un paso ulterior. Pues si verdaderamente creemos la frase del libro de Jeremías citada en el epígrafe, entonces la construcción de nuestra historia de salvación debe incluir nuestra prehistoria. Sería un grave reduccionismo comenzarla en el momento más antiguo del que tengamos conciencia. La psicología nos ha enseñado que la matriz a partir de la cual nos moveremos a lo largo de toda la vida, se conforma en los primeros años de vida. Son tiempos fundamentales, en todo el sentido de la palabra. Una historia de la salvación no puede obviar lo vivido en esa etapa, pues será necesario asumirlo.

Es preciso, por tanto, abordar la cuestión de la familia en la cual crecimos. Composición, estilos, costumbres, y todos aquellos rasgos que sean importantes o que hayan marcado nuestra historia, para bien o para mal. Nuestra historia de salvación deberá incluirlos a todos ellos, de manera directa o invirtiéndolos, es decir, sanándolos.

Pero hay más: dado que el sujeto no es una mónada, sino que está esencialmente vinculado a los otros, la salvación no puede limitarse a la historia individual. Muchos científicos están hoy estudiando la incidencia de la gestación y hasta del momento del parto en la vida posterior. Y si hablamos de gestación, debemos hablar de nuestros padres, del tiempo en que fuimos concebidos, de lo que ellos estaban viviendo, del afecto (o carencia de él) con que fuimos esperados (o no). Animarse a atravesar esta espesa selva debe será parte de esta historia de salvación que estamos procurando narrarnos. Al rastrear nuestro origen, nuestro punto de partida, el que nos ha abierto posibilidades y nos ha cerrado otras, debemos incluir todos los datos que nos parezcan pertinentes, mirando incluso la influencia que generaciones anteriores pueden continuar ejerciendo sobre nosotros a través de las mediaciones más variadas.

Supongo que a esta altura no es necesario aclarar que el ejercicio de narrar la propia historia de salvación nos lleva a internarnos en ella, a cargar con ella y volvernos protagonistas y artífices. Dar un paso más en nuestro camino de reconciliación. Pero cuando lo hayamos dado, entonces reconoceremos que todo es gracia.

Siguiendo este camino, salvar la historia de uno solo nos lleva a plantear el contexto de la salvación de todos. Sea por la vía de la salvación intergeneracional (diacrónica) o de las personas contemporáneas con quienes el sujeto comparte su vida (sincrónica) llegamos a que la salvación –y, por ende, la historia de la salvación– no puede ser individual. Cuando se intenta salvar a uno, con él vienen “enganchados” todos los demás. Es el misterio de la comunión de los santos, de la solidaridad con Cristo Jesús, nuestro hermano salvador-salvado.
Oración conclusiva
Salmo 136 (135)

¡Aleluya!
¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
¡Den gracias al Dios de los dioses,
porque es eterno su amor!
¡Den gracias al Señor de los señores,
porque es eterno su amor!

Al único que hace maravillas,
¡porque es eterno su amor!
al que hizo los cielos sabiamente,
¡porque es eterno su amor!
al que afirmó la tierra sobre las aguas,
¡porque es eterno su amor!
Al que hizo los grandes astros,
¡porque es eterno su amor!
el sol, para gobernar el día,
¡porque es eterno su amor!
la luna y las estrellas para gobernar la noche,
¡porque es eterno su amor!

Al que hirió a los primogénitos de Egipto,
¡porque es eterno su amor!
y sacó de allí a su pueblo,
¡porque es eterno su amor!
con mano fuerte y brazo poderoso,
¡porque es eterno su amor!
Al que abrió en dos partes el Mar Rojo,
¡porque es eterno su amor!
al que hizo pasar por el medio a Israel,
¡porque es eterno su amor!
y hundió en el Mar Rojo
al Faraón con sus tropas,
¡porque es eterno su amor!
Al que guió a su pueblo por el desierto
¡porque es eterno su amor!
al que derrotó a reyes poderosos,
¡porque es eterno su amor!
y dio muerte a reyes temibles,
¡porque es eterno su amor!
a Sijón, rey de los amorreos,
¡porque es eterno su amor!
y a Og, rey de Basán,
¡porque es eterno su amor!
Al que dio sus territorios en herencia,
¡porque es eterno su amor!
en herencia a Israel, su servidor,
¡porque es eterno su amor!
al que en nuestra humillación
se acordó de nosotros,
¡porque es eterno su amor!
y nos libró de nuestros opresores,
¡porque es eterno su amor!
Al que da el alimento a todos los vivientes,
¡porque es eterno su amor!
¡Den gracias al Señor del cielo,
porque es eterno su amor!

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